domingo, 12 de octubre de 2008

Sin complejos

Para un odre parece que la única (y enorme) desgracia de esta vida sea ser oronda, pero en realidad la frase “a perro flaco todo se le vuelven pulgas” cobra aquí especial relevancia, porque la obesidad pasa de ser únicamente una enfermedad a convertirse en un síndrome con múltiples síntomas:

- El tamaño de nuestros pies disminuye de manera inversamente proporcional al aumento del tamaño de nuestras caderas, por lo que la gente comienza a comentar: “Jajaja, qué pies más pequeños tienes” (“Sí, cabrón, más o menos del tamaño de tu cerebro”).

- Aún así, el síntoma anterior no importa demasiado, dado que nuestra pechonalidad ocupa un porcentaje tan elevado de nuestra masa corporal que, de todos modos, haces años que no nos vemos los pies. Pero damos las gracias a los seres de “enano cerebro” por recordarnos cuál es su aspecto.

- Nuestro culo escapa totalmente a nuestro control (debido al molesto detalle de que no poseemos ojos en el ídem), por lo que vamos por la vida sin poder evitar dar culetazos a toda cosa o persona que se nos ponga al alcance. Se nos ha pedido amablemente que abandonemos locales públicos (normalmente con objetos frágiles en sus estanterías) en multitud de ocasiones e incluso hay familiares y amigos de los que sólo tenemos noticias en Navidad y por teléfono, o desde el otro lado del país, lugar al que les hemos enviado la última vez que bailamos la Lambada.


Y podría continuar enumerando un sinfín de desgracias inherentes a la condición de odre, pero el caso es que no es ese mi gran complejo. Porque he comentado, y es cierto, que no ha sido hasta este año que he aceptado mis dimensiones, pero ni antes ni después he sido víctima de un complejo de gorda tan grande… como el que tengo por la magnitud de mis pabellones auditivos.

No se trata de unas orejas descomunalmente grandes, ni de forma horrible, o color desagradable, o tacto viscoso, no… Se trata más bien de una desafortunada confluencia de factores que se ha producido en mi cabeza en el momento de su elaboración: mis orejas sobresalen como las de un sofá orejero (y de ahí nos viene el nombre), y mi rostro ocupa una parte mínima de mi cara, lo que me da apariencia de un Steve Urkle cualquiera, e incluso tengo una foto con la que podría demostrar que soy él, pero en versión “leche manchada”, y no café olé, como es su caso. Hace años que mis apéndices auditivos no ven la luz del sol, porque permanecen ocultos entre la maleza capilar, escondidas del mundanal y poco comprensivo ruido, avergonzadas por su actitud siempre atenta (efectivamente, siempre llevo conectado el radar, y en estéreo).

Cierto día, charlando con un grupo de recientes compañeros de trabajo, surgió el tema de los complejos (os recomiendo que no lo hagáis; ciertamente no es el mejor tema de conversación en un grupo de personas que apenas se conocen). Cada uno fue enumerando el suyo, y comentando qué hacía día a día para superarlo. Cuando llegó mi turno, le conté: “Mi complejo creo que salta a la vista, no es necesario mencionarlo. Es herencia paterna, en cierto modo es un signo de distinción familiar, pero obviamente es de lo más horrible y engorroso, y me gustaría paliarlo. De momento, y hasta que la economía me acompañe, me limito a disimularlo con el pelo”. Enseguida, alguna persona “”comprensiva y piadosa”” (léase mi ironía entre líneas), comentó que “Yo creía que eso se solucionaba con dieta”. La conclusión fue que mis congéneres laborales se quedaron pensando cómo se puede disimular la obesidad con pelo, y yo me quedé pensando cuál es esa dieta milagrosa que disimula las orejas de soplillo.